21.10.14

Y.I. Apocalipsis

Era horrible. Los susurros bajo las sábanas, insinuando lo peor de mi persona, mi coraje a punto de salir y su paranoia estallando en mi espalda. Volverme y enfrentar a su demonio es la batalla que sé que he de perder pero debo encarar. Y las flamas llamearon hasta tocar el techo y los límites de mi paciencia, que nos llevaron a la mentira de daño al ser y mi miedo a perderla para siempre. Entonces sólo me quedó el último recurso, el daño permanente, la invocación a su pasado violento, involucrar a terceros.

Nunca la había visto tan enfadada. Su coraje y dolor la habían dejado sin habla pero ella sólo temblaba. La ira embargaba su hermoso rostro, contraído, los ojos que querían salir y hacer daño. Yo no sabía que hacer, el terror me inundaba y sabía que no había vuelta atrás, que debía de hacerme responsable de lo que acababa de cometer.

Maldijo mi vida y dio por terminado el sentimiento mutuo que habíamos formado. En su enfado, arremetió con quienes trataban de calmarla, quienes calmaban el coraje y el temor de que volviera a su pasado, y salió por la puerta mientras yo me calzaba unos zapatos para correr detrás de ella, cual mi sorpresa fue salir y no ver ni un indicio de que camino habría tomado. El miedo estaba más presente, y aunque hacía frío, era la razón por la que mis piernas temblaban. ¿Dónde podría buscarla en plena madrugada? El teléfono sonaba y la vergüenza cortaba mi voz, sabiendo que no pude reaccionar ante una estúpida pelea que se había convertido en algo más grave que un pleito familiar.

Sin embargo, regresó y pasó sobre mí, sin inmutar su ira, y se encerró. Podía vislumbrar una ligera paz porque se encontraba en casa, pero el dolor salió de mi pecho, abriendo una nueva herida diferente a las pasadas, quebrando aquello tan bello que un día fue y no regresaría. En medio de mi miseria, llegó aun enfadada y me levantó del suelo donde me encontraba, me llevó al cuarto y me rodeó con sus brazos, sollozando tan desconsolada que no tuve fuerzas para calmarla, sólo para contestar a su abrazo.

No había respuesta. No había nada que pudiera hacer. Sólo quedaba la despedida, la ruptura inminente, el terror de no saber vivir sin ella, despidiéndome en lágrimas amargas. Y lloró mas fuerte y rogó que no la abandonara. Muy en el fondo tenía una esperanza, que no me dejara ir, que encontráramos una forma de estar bien. Pero no sabía que hacer. Su llanto me lastimaba. Me había prometido jamás volverla a dañar, pero esa noche había cruzado el límite.

Me besó con tanto amor como odio podía sentir por mí. Y me quedé.