Ya ni recuerdo como empezamos a pelear. Que raro. Ya era algo que se estaba volviendo costumbre. No recuerdo siquiera que dijo. Pero estaba aterrada. La violencia golpeaba en la puerta, crujiendo el cristal de la ventana, agrietando el seguro, los gritos más desgarradores...
Lárgate.
Escondida en el rincón del cuarto, trataba de despejar la cabeza y no sucumbir ante el daño y el dolor.
Ya ni recuerdo qué pasó después ni como solucionamos el problema. Sólo recuerdo su dolor traspasándome, revolviendo mi ser y cómo me regresa la alegría inmediata. Somos aquellas explosiones, que no deberían de ser así, pero terminan y la calma vuelve a nosotras.
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Una semana. Tal vez 10 días después. Un fin de semana solas.
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Siempre la amenaza de irme, porque es necesaria cuando todo está mal y, a la vez, no quiero. Me aterra alejarme de ella. Y la ira volvió a desatarse, cuando me aferré a mi orgullo y creé la herida del desagrado. Corrió, me tumbó, en sus ojos no había más amor, solo odio. Y lo gritó. ¿Qué más se podía perder ese día? No más amor, solo destrucción.
Hablar, como siempre lo hacemos después de cada pelea. Últimamente vamos de mal en peor. Siempre buscando alternativas, siempre creyendo en la esperanza, siempre perdonando.