De llanto volqué mi corazón a la oscuridad de la vida, buscando con insistencia el dolor porque ya no quería pensar y sin embargo ya no quería sufrir. Una de las noches, cuando el agujero invisible que sentía en el pecho golpeaba con mas intensidad, corrí al baño cuando la sangre se derramaba desde mi nariz y tuve la oportunidad de frenar la hemorragia, no obstante la dejé correr. Veía como gota a gota la sangre manchaba el lavabo mientras mis pensamientos estaban distraídos en el recuerdo. En algún momento, la fuga cesó y me fui a dormir, con los ojos hinchados.
Al verla a lo lejos, sentí como mi estómago se contraía. No sabía como reaccionar. ¿Se daría cuenta? Y avancé como creí hacerlo siempre, y al verla tan cerca, sólo la abracé, con fuerza, esperando sentir ese afecto perdido, buscando el consuelo en sus brazos. El tiempo siguió y todo iba normalmente hasta que me preguntó cómo me encontraba. En mis ojos se dijeron las palabras que mi garganta no pudo emitir y me apartó del grupo de personas en el que estábamos. La verdad se desbordaba de mi lengua, quería decirle pero no sabía si era lo correcto. Pero ella ya lo sabía. Mi dolor era visible en mis lágrimas contenidas. La sorpresa es que ella sabía lo que sucedía, primero en sus ojos, luego en los míos, y aunque era una visión imposible a los ojos de los demás, ella quería lo mismo que yo, y en su mirar me decía que estaba bien, y de sus labios la fe que debía tener. Me abrazó y sentí una paz, no muy grande, pero sí aquella que calmaba la agonía de mi ser.
Ahora me encuentro en un conflicto interno, si debería esperar a que llegue la recompensa a mi dolor o responder a aquellas palabras divididas que me reclaman propia. Dejar correr la sangre ahora parece fácil, cuando la respuesta está tan lejos que aún no se puede vislumbrar.