Pero ocurrió, precisamente la noche de ayer, la noche en que se retrasan los relojes y hay una hora más de noche, en la que me convencí de salir con mi hermana bailar. Fuimos a donde ella quería: un lugar repleto de chavos de la alta sociedad, menores de edad, sintiéndose grandes y rebeldes, fumando y embriagándose con su primer bebida, tomándose fotos y publicándolo en internet mientras ocupaban un espacio en la pista de baile, una reunión social con música en alto volumen. Los tacones me mataban. Así que la convencí de ir a otro lugar, me tocaba elegir. Nunca había salido por mi cuenta ni entrado a ese local, pero se escuchaba buena música y mis pies empezaron a bailar. Pronto ocupamos un espacio en la pista y me dejé llevar por la música. Mi hermana contaba, lo que yo llamaba un mito urbano, que solo bailando los hombres se acercarían y te invitarían una bebida. Parecía que estarían comprando un servicio sexual, pero la realidad fue que se acercaron con ganas de platicar, de conocer a alguien, y mi nueva compinche y yo terminamos con tres bebidas invitadas. La música seguía llenándome. Me sentí en la capital: libre y con vida.